CUENTO DE OCTUBRE

6.11.18


CLEOSOL Y EL MEDALLÓN FULGURANTE
*Éste es un cuento original del Timón Alado

Hubo una vez aquí mismo, en estas tierras que ahora llamamos segovianas, que habitaron los celtíberos. Pero de eso hace mucho, mucho tiempo... 

... Casi tres mil años atrás vivió en un poblado junto al río Eresma un niño llamado Cleosol.

Cleosol era arrogante y valiente como todos los "arevacos", tribu celtíbera a la que pertenecía. 

Colgaban siempre bajo su casquete cobrizo hacia atrás una trenza larga y pelirroja hasta la mitad de su espalda, y hacia delante, hasta el centro de su pecho, una especie de medalla reluciente en forma de corazón.

Un buen día, a la edad de once años, Cleosol dejó su rebaño de cabras en un cercado para adentrarse en los bosques próximos a la sierra en busca de setas. Era la temporada y le encantaba acompañar sus trozos de queso con todo tipo de exquisiteces: arándanos, moras, uvas pasas, grosellas y setas... ¡Cómo disfrutaba en los atardeceres del otoño!

Aquella misma tarde, mientras descansaba apoyando su linda cabellera sobre un enorme risco a la vereda de un arroyo, Cleosol clavó su mirada en la hierba. Algo había captado especialmente su atención. Se trataba de un trébol. 


Indudablemente era un trébol pues estaba rodeado de verdes  tréboles y tenía sus hojas en forma de corazón. Pero además de ser más grande que el resto... ¡Tenía cuatro hojas! 

Cleosol nunca había visto uno de esos tréboles, aunque eran de sobra conocidas las fantásticas historias que se narraban en los poblados acerca de la buena fortuna que siempre acompañaba un hallazgo así.

No lo dudó ni un instante. Lo arrancó con su mano izquierda y al posarlo sobre la palma de su diestra, el trébol se esfumó al ser arrastrado por una repentina ráfaga de viento.

Desesperado, el pequeño celtíbero lo siguió corriendo hasta una gruta en cuya entrada se detuvo el viento depositando el trébol de la suerte a los pies de un gigante. O al menos eso le pareció a Cleosol al verlo desde la distancia. 

Pero no, no se trataba de un gigante. Era Edgard, el Mago, que lucía una túnica roja y una barba larga y grisácea.

Edgard era el Gran Druida de la comarca y provenía directamente de estirpes vikingas. Contaba con gran prestigio en toda la zona. Su magia era reconocida por todos aunque muy rara vez se acercaba a los poblados. Las gentes del lugar lo estimaban y más de uno lo temía con razón. Se decía que a todos aquellos que no respetaban los tratos y los que no sabían guardar secretos, quedaban convertidos en murciélagos durante tres días. Está claro que nadie deseaba tal afrenta y por eso todos los niños de estas tierras eran tan nobles, respetuosos y educados. (Quizás nos vendría bien que regresara Edgard por aquí un día no muy lejano)

Cleosol se quedó atónito ante la majestuosa presencia del mago y permaneció en silencio observando a cierta distancia hasta que el mago le dirigió una mirada profunda y severa que asustó al niño. Sin embargo de repente, al constatar que era un trébol de cuatro hojas lo que yacía ante él, Edgard emitió una sonora carcajada que alivió toda tensión.

-¡Qué mágico hallazgo! ¡Qué mágico encuentro!... ¿Qué nos deparará esta gran suerte amiguete? tronó con voz ronca pero melodiosa y amable el druida.

Y de repente, Cleosol vio cómo Edgard fijaba una mirada penetrante en su pecho mientras pronunciaba palabras de asombro.

 -Tu colgante, tu colgante, tu colgante... No es una corazón verde... Es una pieza, una hoja de trébol - Y mientras susurraba estas palabras, entresacaba de su propio pecho otro colgante, que simulaba un trébol de tres hojas...

-¡Tú debes ser Cleosol... hijo de Clorofila, hermosísima hermana mía!-
-¡Cleosol, sobrino mío del alma!- exclamó Edgard emocionado. Aquél niño era sangre de su sangre.

Y entonces descolgó su medallón y tomó el de Cleosol uniéndolos... De repente se fundieron desprendiendo rayos fulgurantes y fueron configurando... ¡Un medallón completo de un trébol de la suerte, un trébol de cuatro hojas!

Y en cuanto se configuró, el medallón comenzó a elevarse sobre las manos de Edgard y a girar velozmente sobre su eje. En un instante salió disparado en dirección a la montaña.

-Rápido, rápido. Debemos ir tras él. Nos llevará a buen destino- dijo el Mago a Cleosol mientras emitía un silbido ensordecedor que servía para llamar a Pepo, su unicornio volante.

Y así, montados en Pepo, el precioso unicornio albino que siempre utilizaba Edgard para las largas travesías, siguieron las estelas amarillas del mágico colgante hasta alcanzar las Montañas Vacceas, cerca de lo que hoy llamamos provincia de Ávila. Y allí, atravesando sombríos túneles y algunas grutas repletas de calaveras,  en una elevada y verdosa explanada repleta de tréboles de cuatro hojas frente a una pequeña cueva, el medallón mágico se detuvo. 

Entonces Edgard el Grande, descabalgó y se adentró en aquella cueva para salir al instante sonriente  alzando al cielo un cofre enorme que debía pesar una tonelada y profiriendo un alarido de victoria:
¡El tesoro de Los Antiguos Vacceos! 

Y colorín, colorado... ¡¡¡La buena suerte se ha logrado!!!

Moraleja: "Sigue las señales, siempre llevan a buen puerto"

Autores: Jaime, Nayala,Uriel, Elsa y Elías

Facilitador: Eduardo González



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