Cuento del mes de Mayo

3.6.18



*Éste es un cuento original de "El Timón Alado"

UN SUEÑO REVELADOR

Hubo una vez, en tiempos remotos, un niño muy curioso que vivía en una aldea norteña llamado Diego.

Diego, a pesar de su corta edad, pues tenía recién cumplidos los nueve años, era de carácter decidido. A Diego le encantaba investigarlo todo y por eso sus amigos le llamaban “Diego el explorador”.

Haciendo honor a su sobrenombre, un buen día decidió salir a explorar el campo, pero tan absorto quedó en sus pesquisas que cuando se quiso dar cuenta estaba oscureciendo.

Hallándose en pleno bosque cuando intentó regresar a casa, se asustó. Era evidente que se había perdido. No sabía hacia dónde encaminar sus pasos.

Aterido de frío y con miedo, Diego decidió acurrucarse junto a un árbol. Al apoyarse en el tronco algo cayó golpeándole en la cabeza.

Cuando tanteó en la tierra buscando lo que le había golpeado, halló una manzana.

¡El árbol era un manzano!

Diego estaba tan hambriento como asustado, así que se comió tres manzanas antes de quedarse dormido de puro cansancio.

Sin embargo, no sabía que aquel manzano era conocido por todas las hadas y duendes del bosque como el árbol de la “Buena Suerte”. Aquél que comía de sus frutos era recompensado con algo estupendo, con alguna sorpresa maravillosa.

¡Y Diego se había comido nada menos que tres manzanas! Sin duda, a Diego le aguardaba gran fortuna.

Así fue como en sus sueños apareció ante el niño un mago suspendido en el aire, con los ojos cerrados y en actitud meditativa mientras a su alrededor rayos y centellas relampagueaban sin cesar.

Aquel mago de expresión y apariencia terribles, sin embargo, aseguró a Diego que alcanzaría un gran tesoro. Tan sólo habría de seguir las señales que le ayudarían a vencer sus propios temores.

Al despuntar el día y con apenas la leve claridad de las primeras luces del alba, Diego se despertó con un vívido recuerdo del sueño, y a pesar de haberse desorientado y perdido en el bosque, sonrió.

Algo de todo aquello le había devuelto la confianza.

En aquellos momentos, Diego se sentía rodeado de una belleza indescriptible, una belleza que iba en aumento conforme la luz del día se intensificaba.

A pesar de saberse perdido en lo más profundo del bosque, se sentía acogido, arropado, protegido por él.

Era como si todo a su alrededor lo acompañara, como si todo le hablara en un lenguaje de aliento. Cualquier imagen, cualquier sonido se convertía en susurro de alegría y salmo de alabanza. Ya no sentía el menor temor.

Diego pasó todo el día ensimismado, suspirando una y otra vez, disfrutando de cada paso, de cada inspiración, de cada exhalación, de cada encuentro con las mariposas, con los pajarillos, con las flores, con las piedras… Todo era motivo de asombro. Era como si el mundo entero tuviera más vida, más color, como si la totalidad de la existencia adquiriera un nuevo y profundo significado, como si todo encontrara su pleno sentido.

Aquella vivencia de gozo, aquella serena alegría, aquella sentida plenitud ahondaban con ahínco en el alma de Diego.

Y así, de nuevo oscurecía y el niño decidió volver a dormir junto al manzano.

Como la noche anterior, comió tres manzanas, pues a pesar de haber engullido durante el día sabrosas grosellas, moras y bayas de todo tipo, seguía estando hambriento.

Diego, sin miedo alguno, sintiéndose arropado por la misma oscuridad de la noche, durmió como un bendito.

Y también aquella noche soñó con el mago, aunque esta vez ya no andaba envuelto en rayos. Ahora todo a su alrededor era sosegado y tranquilo. Y en el sueño, el mago parecía sostener entre sus manos una especie de mapa del tesoro con forma de corazón mientras contemplaba al niño sonriendo y en silencio. Sin duda el mago se mostraba complacido porque Diego había vencido sus miedos.

A la mañana siguiente, al despertar, Diego observó a escasos metros como un conejillo correteaba y brincaba sin parar dibujando círculos en torno suyo.

El animalillo parecía querer comunicarse con él. Tan brioso y saltarín lo veía Diego que decidió seguir sus correrías y llamarle “Chispas”.

Y así fue como niño y gazapillo se unieron en juegos, brincos y risas. Aquello, parecía cosa de magia.

Diego, aunque alegre, siempre había sido un chico un tanto serio y de fuerte carácter. Sin embargo, ahora se sentía el ser más alegre y dichoso del universo.

Finalmente llegaron hasta la vereda de un río que serpenteaba vivaz por entre las boscosas laderas.

Fue entonces cuando Diego cayó en la cuenta de que junto a su aldea corría un río tan precioso como aquél.

Decidió pues seguir su cauce con la certeza de que le llevaría hasta su hogar.

El conejillo corría tras él cuando a lo lejos divisó el campanario de la ermita, mientras sonaban las campanas. Sin duda toda la aldea andaba en su busca. Pero Diego ya regresaba, más vivo y sonriente que nunca.

Y fue en ese preciso instante que las lágrimas resbalaban de pura dicha por sus mejillas.

Diego regresaba a su hogar como un héroe. No tanto para los demás, como para sí mismo y para el mago de sus sueños.

Diego había vencido sus miedos y ahora desde una absoluta autoconfianza, la vida le sonreía. 

Había seguido las señales, había entendido el lenguaje de la naturaleza y el verdadero mensaje de sus sueños: 

“El tesoro más preciado siempre, siempre, siempre se halla dentro de ti”

Y colorín, colorado…

… ¡Diego el explorador en gran mago se ha transformado!

MORALEJAS: “Toda transformación conlleva ritos de paso”

“El mejor maestro es el maestro de sí”

Autores: Miguel, David, Uriel, Juan, Aurora y Elías.

Facilitador: Eduardo González Doménech  (Aditya Namah)