*Éste es un cuento original de "El Timón Alado"
UN SUEÑO
REVELADOR
Hubo una vez,
en tiempos remotos, un niño muy
curioso que vivía en una aldea norteña
llamado Diego.
Diego, a
pesar de su corta edad, pues tenía recién cumplidos los nueve años, era de
carácter decidido. A Diego le encantaba investigarlo todo y por eso sus amigos
le llamaban “Diego el explorador”.
Haciendo
honor a su sobrenombre, un buen día decidió salir a explorar el campo, pero tan
absorto quedó en sus pesquisas que cuando se quiso dar
cuenta estaba oscureciendo.
Hallándose
en pleno bosque cuando intentó regresar a casa, se asustó. Era evidente que se
había perdido. No sabía hacia dónde encaminar sus pasos.
Aterido de frío y con miedo, Diego decidió
acurrucarse junto a un árbol. Al apoyarse en el tronco algo cayó golpeándole en
la cabeza.
Cuando
tanteó en la tierra buscando lo que le había golpeado, halló una manzana.
¡El árbol
era un manzano!
Diego estaba
tan hambriento como asustado, así que se comió tres manzanas antes de quedarse
dormido de puro cansancio.
Sin embargo,
no sabía que aquel manzano era conocido por todas las hadas y duendes del
bosque como el árbol de la “Buena Suerte”. Aquél que comía de sus frutos era
recompensado con algo estupendo, con alguna sorpresa maravillosa.
¡Y Diego se
había comido nada menos que tres manzanas! Sin duda, a Diego le aguardaba gran
fortuna.
Así fue como
en sus sueños apareció ante el niño un mago suspendido en el aire, con los ojos
cerrados y en actitud meditativa mientras a su alrededor rayos y centellas
relampagueaban sin cesar.
Aquel mago
de expresión y apariencia terribles, sin embargo, aseguró a Diego que
alcanzaría un gran tesoro. Tan sólo habría de seguir las señales que le
ayudarían a vencer sus propios temores.
Al despuntar
el día y con apenas la leve claridad de las primeras luces del alba, Diego se
despertó con un vívido recuerdo del sueño, y a pesar de haberse desorientado y
perdido en el bosque, sonrió.
Algo de todo
aquello le había devuelto la confianza.
En aquellos
momentos, Diego se sentía rodeado de una belleza indescriptible, una belleza que iba en aumento conforme la luz del
día se intensificaba.
A pesar de
saberse perdido en lo más profundo del bosque, se sentía acogido, arropado,
protegido por él.
Era como si
todo a su alrededor lo acompañara, como si todo le hablara en un lenguaje de
aliento. Cualquier imagen, cualquier sonido se convertía en susurro de alegría
y salmo de alabanza. Ya no sentía el
menor temor.
Diego pasó
todo el día ensimismado, suspirando
una y otra vez, disfrutando de cada paso, de cada inspiración, de cada
exhalación, de cada encuentro con las mariposas, con los pajarillos, con las
flores, con las piedras… Todo era motivo de asombro. Era como si el mundo
entero tuviera más vida, más color, como si la totalidad de la existencia adquiriera
un nuevo y profundo significado, como si todo encontrara su pleno sentido.
Aquella
vivencia de gozo, aquella serena alegría, aquella sentida plenitud ahondaban con ahínco en el alma de Diego.
Y así, de
nuevo oscurecía y el niño decidió volver a dormir junto al manzano.
Como la
noche anterior, comió tres manzanas, pues a pesar de haber engullido durante el
día sabrosas grosellas, moras y bayas de
todo tipo, seguía estando hambriento.
Diego, sin
miedo alguno, sintiéndose arropado por la misma oscuridad de la noche, durmió
como un bendito.
Y también
aquella noche soñó con el mago, aunque esta vez ya no andaba envuelto en rayos.
Ahora todo a su alrededor era sosegado
y tranquilo. Y en el sueño, el mago parecía sostener entre sus manos una
especie de mapa del tesoro con forma de corazón mientras contemplaba al niño sonriendo
y en silencio. Sin duda el mago se mostraba complacido porque Diego había
vencido sus miedos.
A la mañana
siguiente, al despertar, Diego observó a escasos metros como un conejillo correteaba
y brincaba sin parar dibujando círculos en torno suyo.
El
animalillo parecía querer comunicarse con él. Tan brioso y saltarín lo veía Diego que decidió seguir sus correrías y llamarle
“Chispas”.
Y así fue como
niño y gazapillo se unieron en
juegos, brincos y risas. Aquello, parecía cosa de magia.
Diego, aunque
alegre, siempre había sido un chico un tanto serio y de fuerte carácter. Sin
embargo, ahora se sentía el ser más alegre y dichoso del universo.
Finalmente llegaron
hasta la vereda de un río que serpenteaba vivaz por entre las boscosas laderas.
Fue entonces
cuando Diego cayó en la cuenta de que junto a su aldea corría un río tan precioso
como aquél.
Decidió pues
seguir su cauce con la certeza de que le llevaría hasta su
hogar.
El conejillo
corría tras él cuando a lo lejos divisó
el campanario de la ermita, mientras sonaban las campanas. Sin duda toda la
aldea andaba en su busca. Pero Diego ya regresaba, más vivo y sonriente que
nunca.
Y fue en ese
preciso instante que las lágrimas resbalaban de pura dicha por sus mejillas.
Diego
regresaba a su hogar como un héroe. No tanto para los demás, como para sí mismo
y para el mago de sus sueños.
Diego había
vencido sus miedos y ahora desde una absoluta autoconfianza, la vida le
sonreía.
Había seguido las señales, había entendido el lenguaje de la naturaleza y el verdadero mensaje de sus sueños:
“El tesoro más preciado
siempre, siempre, siempre se halla dentro de ti”
Y colorín, colorado…
… ¡Diego el explorador en gran mago se ha
transformado!
MORALEJAS: “Toda transformación
conlleva ritos de paso”
“El mejor maestro es el maestro de sí”
Autores: Miguel, David, Uriel, Juan,
Aurora y Elías.
Facilitador: Eduardo González
Doménech (Aditya Namah)