El mundo mágico de Sócrates

7.3.17

CUENTO DE MARZO


* Este es un cuento original de El Timón Alado

Érase una vez un niño llamado Sócrates al que le encantaba descubrir cosas nuevas. Por ello en toda su aldea, muy cercana a la ciudad de Atenas, le conocían como “Sócrates el explorador”.

Un buen día, durante uno de sus habituales paseos por el bosque, abandonó el sendero y se adentró en la espesura hasta toparse con un árbol que llamó su atención. Se trataba de un precioso y enhiesto chopo repleto de hojas que verdeaban con el fulgor propio de la incipiente primavera. En su tronco plateado se veía una gran cantidad de grietas y marcas que parecían señales.


El pequeño Sócrates se quedó embelesado contemplándolo durante horas. Finalmente decidió acercarse lentamente hasta apoyarse en él. Cerró los ojos y entrelazó sus brazos alrededor del tronco.

Así abrazado se mantuvo durante unos minutos hasta que sintió una ráfaga de aire que le envolvía mientras un aroma muy dulce inundaba su olfato.

Abrió sus ojos y no pudo creer lo que veía. A escasos metros una ardilla saltaba pronunciando palabras emocionadas al mismo tiempo que una ninfa le indicaba con guiños y enérgicos ademanes que la siguiera… 

…¡Se hallaba en el Mundo Mágico!

Corrió tras ellas hasta llegar a un lago muy especial que contenía un líquido espeso y oscuro. Muy cerca se divisaba una cascada humeante que parecía salir de entre las rocas rojizas… ¡Era un lago de chocolate caliente!

La ninfa “Nereida”, que así se llamaba, le dijo a Sócrates que tenía que encontrar su amuleto, un collar de perlas azules y amarillas. Era el único modo en que recuperaría su voz cantarina. Para ello debía llegar al Sur del Mundo Mágico, donde se hallaba el “Chorro de la Gominola”, lugar en que años atrás una bruja malvada profiriendo espantosos conjuros se lo había arrebatado. 

Necesitaba descifrar los códigos que aparecían en los troncos de los árboles y que le indicarían de nuevo el camino hasta una montaña sureña donde se encontraba el famoso manantial de golosinas.
Sólo “Saltarina”, la intrépida y astuta ardilla conocía el significado de dichas señales y de algunos códigos cifrados que se veían en el tronco de cada árbol. 

El problema era que la propia Nereida no entendía el lenguaje de los animales del bosque mágico. Con el collar perdió también su capacidad de comunicarse con ellos.

Así pues, nuestro pequeño Sócrates tendría que hacer de intérprete de la ardilla “Saltarina” para la ninfa.

-Si me ayudas en esta aventura, te permitiré un baño en mi lago. Te encantará- le dijo la ninfa “Nereida” con insistencia.

Sócrates no pudo negarse. No podía perderse la loca oportunidad que le brindaba “Nereida”. Se le hacía la boca agua sólo de pensarlo… -¡Con lo que me gusta a mí el chocolate!- se repetía una y otra vez.

Nuestros tres amigos se encaminaron hacia el Sur siguiendo las indicaciones de la ardilla, que a cada paso se detenía husmeando y releyendo en los árboles. 

-A la derecha, cien mil saltos de pulga hasta el arroyo de las Piruletas, y de ahí, trescientos pies de gigante hasta la loma de azucarillos morenos- le decía a Sócrates en el idioma de las ardillas que, sin saber muy bien cómo, dominaba a la perfección. Aquella ráfaga de viento que sintió al abrazarse al chopo había supuesto una transformación en Sócrates que ni él mismo con toda su sabiduría lograba entender por mucho que lo intentara.

Tras cincuenta y cinco descodificaciones de ruta se encontraron frente a la Montaña de Los Caramelos. Desde allí subieron por una senda repleta de guijarros de golosina dorada muy cerca del manantial hasta llegar a la entrada de una gruta.
Allí se detuvieron. Aquel antro no despedía un aroma muy acogedor. Más bien se percibía un rancio y fuerte olor a azufre.
De repente apareció una bruja tan fea como la culebra que se enroscaba a su cuello. 

Ninguno de ellos se asustó, aunque sí sintieron un poco de asco… ¡Era tanta la mugre que se aplastaba en su arrugadísimo rostro! 
Y además sus ojos eran como los de un lagarto: amarillos y de negras pupilas verticales.

“Nereida” le dijo: -¡Bruja malvada y harapienta, devuélveme mi collar de perlas cantarinas!-
La bruja sonrió mostrando una boca sucia, gargajosa y desdentada de la que salió una voz gutural que decía: 
-Si tu collar quieres recuperar, tres acertijos tendrás que adivinar-
 Y continuó amenazante:
-Si no lo lograras, con tus alas a mi gato "Azabache" alimentaras.-
Entonces comenzó a recitar los acertijos:

-“¿Cuáles son los animales fatales cuyo nombre contiene las cinco vocales?”- 

-¡LOS MURCIÉLAGOS!- contestaron “Saltarina” y “Nereida” al unísono.

-“¡Contestad de una sola vez cuál es el último pez!”- 

-... EL DEL-FÍN dijeron a un tiempo los tres.

Finalmente la bruja acurrucó los párpados dirigiéndoles una mirada furibunda. Convencida de que esta vez no sabrían resolver el acertijo, les preguntó:

-“¿Con qué construyen sus hormigueros más resistentes las hormigas y almacenan allí la comida que luego llena sus barrigas?”-

El hada y la ardilla se miraron estupefactas. No estaban para bromas. No conocían la respuesta. 

Sin embargo, Sócrates se pasó el dedo índice por la barbilla intuyendo una trampa y contestó:

-Pues como lo haría yo mismo, con LA HORMIGONERA-

-¡JA, JA, JA…!- rieron los tres mientras la bruja se tiraba de los cuatro larguísimos cabellos que le quedaban bajo el destartalado sombrero de ala ancha. 

“Pegajosa”, que así se llamaba la brujilla, no tuvo más remedio que adentrarse en la cueva y entregar a “Nereida” el cofre dorado donde guardaba el collar de perlas azules y amarillas.

Tan contenta se puso nuestra querida ninfa, que al día siguiente organizó una Fiesta en el Lago a la que invitó a todo bicho viviente del Mundo Mágico. Hasta “Pegajosa”, arrepentida de sus actos, se dignó a presentarse.

 Aquella tarde, pudo verse por primera vez un niño bañándose en el Lago de chocolate caliente.

Sócrates se divirtió de lo lindo lanzándose desde las ramas más altas y pasándose la lengua por las comisuras de su boca mientras exclamaba:- ¡Uy, qué rico baño caliente!

Cuando el jovencito Sócrates regresó a su aldea ateniense la gente le preguntaba insistentemente de dónde venía.

Y él respondía siempre lo mismo:
“Saber, saber… sólo sé que no sé nada”.

Pero al mismo tiempo, se decía para sí: 
“Saber, saber… sólo sé que no sé nada. Nada de nada. Pero saber, saber…  sólo sé que todo, todo, absolutamente todo sabe… ¡¡¡a chocolate!!!”

Y colorín, colorado… ¡LA CHOCOLATADA ha comenzado!

Autores: Nayala, Elsa, María, Lucía, Samuel, Aurora, Yeray, Alba y Elías

Facilitador: Eduardo González

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